DÍAS GRISES

-¿Lo ve? Todo a mi alrededor es en blanco y negro. Aquel mueble del fondo, por ejemplo –dijo señalando a una estantería del Ikea de la habitación-, también esta mesa, el reloj de la pared –que indicaba las cinco y media- y ese calendario –apuntando con su dedo índice esta vez hacia la pared de su derecha- que, por cierto, está anticuado.
-1942 fue un buen año.
- No lo dudo, pero estamos en 2013, casi 2014… Lo que es la vida. En fin, cómo pasa el tiempo.
-Es hora de empezar.
Bajó por la calle Atocha, protegido contra el frío con su largo abrigo blanco. Vestía con un traje negro, zapatos del mismo color y un sombrero gris. Caminó deprisa, aunque no se dirigía a ninguna parte. En la comisura de sus labios se apoyaba un cigarro humeante. Le dio una calada y lo cogió. Soltó el humo y decidió hacer una llamada a su novia. No duró más de un minuto. Decidió que lo mejor sería contarle una verdad a medias, que llegaría tarde a casa y no le esperara para cenar.
Salió de la cabina de teléfono. Volvió a encenderse un cigarrillo. Se apretó el abrigo y siguió caminando hacia ningún lado. El frío viento le quitó las ganas de seguir caminando hacia no sabía dónde, sus extremidades sufrían. Decidió entrar en el primer bar que se cruzara por su camino, después de dar una larga calada, el viento consumía los cigarros muy rápidamente.
Apagó el cigarro que se acababa de encender y entró en el bar, su inconsciente lo había traído al bar donde solía ir. Se sentó en la barra y pidió un Gin-tonic. No estaba permitido fumar. No se quitó el sombrero ni el abrigo. Agarró un periódico del día y comenzó a leerlo mientras se decía a sí mismo que tenía que acabar con esto.
-Un día duro en el trabajo ¿eh? Aquí tiene, –le dijo el camarero y le sirvió la bebida-.
-Uno ya no ve nada más que días grises, –respondió, y el camarero le miró extrañado y con cara de amigo a su vez-.
Dio un largo trago. No leyó nada que le resultara interesante o diferente. Todo eran malas noticias en aquel periódico bicolor. Terminó su copa, pagó lo que debía y se marchó. Mientras salía, inspeccionaba su bolsillo cerciorándose de que no se había dejado nada. Faltaba el paquete de cigarrillos. No recordaba haberlo sacado. Lamentó el despiste, se subió el cuello del abrigo blanco y volvió a por el paquete. Cuando lo tuvo delante, lo miró pensativo unos segundos, esperando quizás a que pasara algo, pero no pasó nada. Lo recogió y salió del bar.
Se encendió el enésimo cigarro y se lo colocó en la boca. Metió las manos en los bolsillos para evitar el frío y comenzó a caminar. Pensando en qué más podía intentar, se dio cuenta de que había llegado a una calle oscura, iluminada por una sola farola. Siguió andando, no creía en los asaltantes repentinos de las calles lúgubres. Pero un ruido le sacó de su ensimismamiento. Le pareció un grito de una pelea, la mujer le reprochaba al marido algo que no alcanzaba a entender muy bien y el hombre rompía lo que parecía una vajilla por su estruendo. La basura que se había acumulado en el suelo de los días anteriores por una huelga de basureros le hizo tropezar. Miró hacia el suelo y creyó distinguir un papel azulado. Pensó que aquello era una señal, no podía ser otra cosa, todo aquello que había visto hasta ese momento era blanco y negro, sin colores, sin vida, como si no tuviera distinción con lo demás, como si viviera en una película o una escena que por su dureza pasaba a ser de dos colores.

En ese momento, se acordó de la primera vez que la vio a ella, vestida de azul, en el bar que frecuentaba, exclamando para sí mismo “de todos los bares en todos los pueblos en todo el mundo, ella entra en el mío”.
-Usted sabe por qué estoy aquí.
-Dígame.
-Estoy aquí porque lo he probado todo. He decidido venir aquí porque ya no sé qué más hacer.
-Tengo que hacerle una pregunta, antes de nada, ¿está dispuesto a hacer lo que sea, aunque ello implique ver o hacer cosas que quizás sean duras para usted?
El paciente titubeó un momento, entonces apagó el cigarrillo que tenía entre sus dedos. Miró la ceniza, pensativo. Alzó la vista –miró el reloj, que seguía marcando las cinco y media- y dijo:
-Si estoy aquí es porque mi realidad ya es bastante dura. Usted no sabe lo que es vivir sin color. Haría lo que fuera por volver a sentir los colores –pasó por su cabeza un recuerdo en ese instante, “los alemanes iban de gris y tú ibas vestida de azul”-. Creo que la causa de ello es este vicio insano que me persigue a cualquier parte, como si fuera una condena de mi libertad. Y mi mente trata de advertirme con sus propios mecanismos. Ya son muchos años grises. Usted sabe quién soy, por qué si no tendría un calendario de 1942. Su anuncio fue una señal para mí. Espero que consiga ayudarme.
-Bien. Venga conmigo, por favor.
Entraron en una sala contigua, iluminada con luz tenue, y el anunciante, señalando a una cama que había en un rincón, explicó:
-Túmbese, por favor. Cierre los ojos y escuche atentamente lo que le voy a ir diciendo. Parecerá un sueño, pero a la vez será real. Trate de relajarse.
El anunciante se acercó a la mini-cadena y comenzó a sonar un piano. El paciente reconoció la melodía. Era la que Sam tocó en el bar para ella.
-¿La recuerda? Si ella pudo soportarla usted también puede.
Las notas llegaban a sus oídos y empezaba a vislumbrar en su mente imágenes de su propia vida, de los momentos más importantes, -las luces de los recuerdos le cegaban-, de su sonrisa roja en aquel bar al verla por primera vez, del color azul, del primer beso, su piel rosada, de la última oscura, nocturna, triste y dura despedida –“siempre nos quedará París”- y… del primer cigarro.

Abrió los ojos. Y descubrió la causa de su sufrimiento. Supo qué tenía que hacer.

Manuel Fdez-Galiano Amorós

Manu Fer-Galiano

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